Estos días de crudo frío el tema más recurrente en todos los foros estudiantiles hace referencia al “Proceso de Bolonia”. De hecho, el pasado 20 de noviembre tuve la oportunidad de asistir a una manifestación en contra por el centro de Barcelona (véase The Invisible Hand), aunque por la mañana me enfrenté a algunos piquetes que me impedían entrar en la Universidad. Paradojas de la vida, ni a favor ni en contra del todo. Este tema es lo suficientemente complejo como para que sea difícil rechazarlo o aceptarlo en bloque. El apasionado debate de ayer en la cocina me ayudó a clarificar mi posición sobre el tema. Veamos.
En primer lugar, los antecedentes. El proceso Bolonia nace de la declaración firmada por 29 países en 1999 en esta ciudad para permitir la libre circulación de estudiantes a nivel europeo, reconocer las titulaciones de manera homologada en todo el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) y fijar un valor equivalente de los créditos entre todas ellas. Como metodología de trabajo, “Bolonia” propone incentivar más la formación autónoma del estudiante con clases prácticas, reducir las sesiones asistenciales y potenciar tanto la obtención de conocimientos como de habilidades (esfuerzo, disciplina, pensamiento crítico). Una línea más cercana a la universidad anglosajona, más orientada hacia el mercado de trabajo. Hasta aquí todo parece bien, pero todo ello tiene un problema común que no ha sido bien identificado por las protestas estudiantiles: el problema no es el proceso, sino su implementación, de la que el culpable principal es el Gobierno. Ya se ha subrayado desde las autoridades del Estado que esta reforma se debe hacer a “coste cero”. ¿Qué implica eso? Que aunque hacen falta más medios y profesores, no se contratarán. Que aunque hace falta mejores bibliotecas, no se potenciarán. Que aunque haría falta un programa ambicioso de becas (porque ahora hará falta hacer un master), no se aplicará. La cuestión es que no se pone ni un duro.
Y esta falta de financiación es el verdadero problema, que hace que pretendamos competir con gigantes educativos de otros países sin invertir lo necesario para hacerlo en condiciones aceptables. Además de fomentar las desigualdades dentro del propio sistema español. Los que trabajan y estudian a la vez lo tendrán más difícil (sesiones asistenciales obligatorias) y en general estudiar será algo más caro (porque el master, aunque sea a precio público, no deja de costar menos de 1400 euros). Y luego, hemos visto como la política de universidades y Gobierno ha sido errática. Los primeros, aplicando la reforma a diferentes velocidades, con criterios distintos. Y los segundos con políticas de globos sonda (ahora quito ciertas carreras, ahora no) y sin una coordinación mínima. En un contexto en el que los alumnos no tienen ninguna información, pero temiendo a Bolonia como una maldición. Saben que implicará gran cantidad de trabajo superar cada asignatura (lo que no necesariamente es malo) con unos profesores que no saben muy bien cómo aplicar este sistema (esto sí lo es). Por su parte, no olvidemos que son las universidades las que diseñan los planes de estudios, metodologías... y no todas sortean la cuestión con la misma habilidad.
En primer lugar, los antecedentes. El proceso Bolonia nace de la declaración firmada por 29 países en 1999 en esta ciudad para permitir la libre circulación de estudiantes a nivel europeo, reconocer las titulaciones de manera homologada en todo el Espacio Europeo de Educación Superior (EEES) y fijar un valor equivalente de los créditos entre todas ellas. Como metodología de trabajo, “Bolonia” propone incentivar más la formación autónoma del estudiante con clases prácticas, reducir las sesiones asistenciales y potenciar tanto la obtención de conocimientos como de habilidades (esfuerzo, disciplina, pensamiento crítico). Una línea más cercana a la universidad anglosajona, más orientada hacia el mercado de trabajo. Hasta aquí todo parece bien, pero todo ello tiene un problema común que no ha sido bien identificado por las protestas estudiantiles: el problema no es el proceso, sino su implementación, de la que el culpable principal es el Gobierno. Ya se ha subrayado desde las autoridades del Estado que esta reforma se debe hacer a “coste cero”. ¿Qué implica eso? Que aunque hacen falta más medios y profesores, no se contratarán. Que aunque hace falta mejores bibliotecas, no se potenciarán. Que aunque haría falta un programa ambicioso de becas (porque ahora hará falta hacer un master), no se aplicará. La cuestión es que no se pone ni un duro.
Y esta falta de financiación es el verdadero problema, que hace que pretendamos competir con gigantes educativos de otros países sin invertir lo necesario para hacerlo en condiciones aceptables. Además de fomentar las desigualdades dentro del propio sistema español. Los que trabajan y estudian a la vez lo tendrán más difícil (sesiones asistenciales obligatorias) y en general estudiar será algo más caro (porque el master, aunque sea a precio público, no deja de costar menos de 1400 euros). Y luego, hemos visto como la política de universidades y Gobierno ha sido errática. Los primeros, aplicando la reforma a diferentes velocidades, con criterios distintos. Y los segundos con políticas de globos sonda (ahora quito ciertas carreras, ahora no) y sin una coordinación mínima. En un contexto en el que los alumnos no tienen ninguna información, pero temiendo a Bolonia como una maldición. Saben que implicará gran cantidad de trabajo superar cada asignatura (lo que no necesariamente es malo) con unos profesores que no saben muy bien cómo aplicar este sistema (esto sí lo es). Por su parte, no olvidemos que son las universidades las que diseñan los planes de estudios, metodologías... y no todas sortean la cuestión con la misma habilidad.
En resumidas cuentas, Bolonia tiene puntos positivos y negativos. A mi entender los primeros son los que se vinculan con el propósito detrás de la reforma, pero los negativos son los de su aplicación. Seamos realistas. Si de verdad queremos tener un sistema universitario competitivo habrá que invertir a fondo en él. Pero ya se sabe que es una inversión de futuro y no es rentable a corto plazo. Poca idea tienen los gobernantes de hacer algo que no se traduzca en un titular inmediato. Por desgracia, hacer esta reforma a “coste cero” da una idea bastante aproximada del valor que se le concede a nuestra formación universitaria.
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