En plena efervescencia del debate sobre el derecho de los transportistas a la huelga, ha pasado desapercibida una noticia en los medios de comunicación. Su tratamiento ha sido apenas residual frente al desbarajuste generado por los bloqueos de camioneros. Un caos generado en parte por los propios piquetes, en parte por la falta de resolución del gobierno. La noticia es que la UE dio luz verde el pasado día 10 de junio a la jornada laboral de 65 horas semanales, frente a las 48 que están hoy en vigor. Veamos que implica esta directiva europea, aún pendiente de aprobación por la Eurocámara.
Según el compromiso, la semana laboral estándar es de 48 horas semanales. Sin embargo, si un empresario y un trabajador, a título individual, se ponen de acuerdo, la jornada de este último podrá prolongarse hasta las 60 horas semanales --calculadas como media durante un periodo de tres meses-- e incluso hasta las 65 en el caso de sectores como la sanidad. Una flexibilidad reivindicada desde hace años por países como Reino Unido, Alemania y los nuevos estados miembros de la Europa del Este. Como medida de protección frente a posibles presiones de los empresarios, la nueva legislación prevé algunas garantías para los trabajadores. Por ejemplo, la empresa estará obligada a obtener el consentimiento por escrito del trabajador. Este documento tendrá una validez de año y medio y no podrá ser concedido ni en el momento de la firma del contrato ni durante las cuatro primeras semanas de la relación laboral. Asimismo, los empresarios tendrán que mantener registros sobre las horas trabajadas por estos empleados.
Estas condiciones presentan una amenaza clara a los avances sociales realizados a lo largo del siglo XX, que fue llegar a una jornada laboral socialmente aceptable. Además, cabe la posibilidad de reconocer la flexibilidad del trabajador a través de las horas extra, que se pagan más caras, tal cómo merece a ocupaciones con horarios alargados (colectivos médicos, agentes de seguridad…) Ahora todo quedaría integrado dentro de un acuerdo individual trabajador- empresario, donde el desequilibrio en el poder de negociación es evidente. Las escasas garantías que ofrece la UE no son suficientes su la capacidad de reemplazo (laboral) en un determinado sector es muy alta. Es evidente que esta normativa, junto a la directiva Bolkestein, son el acta de defunción de una UE social. La Bolkestein es la que fija el principio del pais de origen. Es decir, prestador de servicios de otro país debe atenerse a la legislación del país de origen. Imaginaros el miedo al “fontanero polaco”, trabajadores mal pagados con legislación de sus países que competirían con empleados nacionales.
Ya veis que la Unión Europea ha optado por el camino de la desregulación y nosotros tan tranquilos. Pero mientras, por culpa del precio del petróleo, algo que sufrimos todos los ciudadanos, nos vemos sometidos a un bloqueo de productos. Un sector que está castigado duramente por los precios de la gasolina (pues depende su subsistencia de ellos) exige una garantía de beneficio mínimo fijado por el Estado. Y no es que quieran ayudas para reconvertir un sector (basado en autónomos con poca capacidad para competir individualmente) sino que quieren seguir con su modus operandi protegidos de contingencias externas. Y, por cierto, un beneficio mínimo que tiene una traducción directa: el incremento del precio de los productos que transportan. Y eso lo pagamos los ciudadanos. ¡Eso si que es solidaridad!
Estas dos dinámicas, que parecen contradictorias, en realidad son las dos caras de una moneda. Por una parte, deregulación desde arriba para facilitar la libre competencia en detrimento de los derechos de los trabajadores. Y por otra, unos trabajadores corporativos que no están dispuestos a ceder en nada, pese a que otros trabajadores (los precarios, los jóvenes…) sufran los efectos de tal obcecación. Los que tienen una situación ventajosa pueden cubrirse las espaldas. (los fijos, los de industrias grandes, los sectores con capacidad de presión). A los del contrato temporal no los defiende nadie. Vamos, que los protegidos bien protegidos; y los precarios, bien precarios.
Según el compromiso, la semana laboral estándar es de 48 horas semanales. Sin embargo, si un empresario y un trabajador, a título individual, se ponen de acuerdo, la jornada de este último podrá prolongarse hasta las 60 horas semanales --calculadas como media durante un periodo de tres meses-- e incluso hasta las 65 en el caso de sectores como la sanidad. Una flexibilidad reivindicada desde hace años por países como Reino Unido, Alemania y los nuevos estados miembros de la Europa del Este. Como medida de protección frente a posibles presiones de los empresarios, la nueva legislación prevé algunas garantías para los trabajadores. Por ejemplo, la empresa estará obligada a obtener el consentimiento por escrito del trabajador. Este documento tendrá una validez de año y medio y no podrá ser concedido ni en el momento de la firma del contrato ni durante las cuatro primeras semanas de la relación laboral. Asimismo, los empresarios tendrán que mantener registros sobre las horas trabajadas por estos empleados.
Estas condiciones presentan una amenaza clara a los avances sociales realizados a lo largo del siglo XX, que fue llegar a una jornada laboral socialmente aceptable. Además, cabe la posibilidad de reconocer la flexibilidad del trabajador a través de las horas extra, que se pagan más caras, tal cómo merece a ocupaciones con horarios alargados (colectivos médicos, agentes de seguridad…) Ahora todo quedaría integrado dentro de un acuerdo individual trabajador- empresario, donde el desequilibrio en el poder de negociación es evidente. Las escasas garantías que ofrece la UE no son suficientes su la capacidad de reemplazo (laboral) en un determinado sector es muy alta. Es evidente que esta normativa, junto a la directiva Bolkestein, son el acta de defunción de una UE social. La Bolkestein es la que fija el principio del pais de origen. Es decir, prestador de servicios de otro país debe atenerse a la legislación del país de origen. Imaginaros el miedo al “fontanero polaco”, trabajadores mal pagados con legislación de sus países que competirían con empleados nacionales.
Ya veis que la Unión Europea ha optado por el camino de la desregulación y nosotros tan tranquilos. Pero mientras, por culpa del precio del petróleo, algo que sufrimos todos los ciudadanos, nos vemos sometidos a un bloqueo de productos. Un sector que está castigado duramente por los precios de la gasolina (pues depende su subsistencia de ellos) exige una garantía de beneficio mínimo fijado por el Estado. Y no es que quieran ayudas para reconvertir un sector (basado en autónomos con poca capacidad para competir individualmente) sino que quieren seguir con su modus operandi protegidos de contingencias externas. Y, por cierto, un beneficio mínimo que tiene una traducción directa: el incremento del precio de los productos que transportan. Y eso lo pagamos los ciudadanos. ¡Eso si que es solidaridad!
Estas dos dinámicas, que parecen contradictorias, en realidad son las dos caras de una moneda. Por una parte, deregulación desde arriba para facilitar la libre competencia en detrimento de los derechos de los trabajadores. Y por otra, unos trabajadores corporativos que no están dispuestos a ceder en nada, pese a que otros trabajadores (los precarios, los jóvenes…) sufran los efectos de tal obcecación. Los que tienen una situación ventajosa pueden cubrirse las espaldas. (los fijos, los de industrias grandes, los sectores con capacidad de presión). A los del contrato temporal no los defiende nadie. Vamos, que los protegidos bien protegidos; y los precarios, bien precarios.
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