viernes, 6 de junio de 2008

Yo no comparto lo que dices pero...

El tema para esta entrada me surge de una anécdota aparentemente nada significativa, pero que me hizo reflexionar sobre un tema central en la vida democrática. No recuerdo exactamente en que lugar, pero lo cierto es que estaba en un bar tomando una cerveza con algunos amigos. La cuestión fue que se puso a sonar un tema de Amy Winehouse, la polémica cantante. Uno de los presentes comentó en voz alta: “Deberían prohibir esta canción”. Yo me quedé un poco perplejo, porque no me suelo enterar de estas polémicas. “¿Por qué?” pregunté. “Pues porque trata sobre las drogas y la negativa de la cantante a desintoxicarse. Puede ser una mala influencia”. Lo curioso fue que concitó bastante consenso la propuesta.

Sin embargo, yo estoy en contra de tal censura. Pese a que yo rechazo, por descontado, este tipo de valoraciones por mis principios morales, no creo que sea una medida apropiada retirar todo aquello que no sea “políticamente correcto”. Igual que fui el primero en comprar “El Jueves” cuando se ordenó secuestrar la publicación en la que salían los Príncipes de Asturias en la portada, o me parece que habría que volcarse en apoyo de las caricaturas de Mahoma, creo que una sociedad madura debe aceptar la libertad de expresión en todas sus consecuencias. Por supuesto yo no hablo de circunstancias en las que, esgrimiendo la libertad de expresión, se insulte a particulares. Esa contingencia está ahora en los tribunales con el juicio de Gallardón contra Losantos. Yo hablo de que en una sociedad plural, con múltiples maneras de entender la vida y la moral, no se puede acallar ninguna voz en la esfera pública de manera coactiva.

Es cierto que existe un consenso social de “lo políticamente correcto” (construido, generalmente, desde medios de comunicación). Pero ello corresponde al plano de la moral colectiva, pero no de los poderes públicos. Corresponderá a cada individuo obrar acorde con sus propias convicciones. A mi no me gusta el corazón, pero no estaría bajo ningún concepto dispuesto a su censura. Simplemente, no lo veo. Que no cuenten conmigo. En este mismo sentido, en un ejemplo de más calado, abomino profundamente la ideología fascista o totalitaria. Pero no puedo prohibir que los skins se manifiesten con símbolos anticonstitucionales por la calle. La democracia es el único sistema que perdería su razón de ser si alterara sus normas de juego para defenderse de quienes no creen en ella. Si se defendiera, socavaría sus propios principios fundacionales. La libertad individual y colectiva. La libertad de conciencia y expresión. Corresponde a la esfera de la sociedad civil el repudiar tales principios.

Si a alguien no le gustan las caricaturas del “Jueves”, pues que no compre la revista. Si alguien disiente de las caricaturas de Mahoma, pues lo mismo. Porque intentar acallar su voz no es más que asumir implícitamente que mis principios son mejores que los de otros, y por lo tanto, obrar de modo totalitario. Más delito tiene cada vez que la Iglesia llama enfermos mentales a los homosexuales, o cuando los grupos de ultraderecha vinculan a la inmigración con delincuencia para expulsarlos del país. Y sin embargo, nadie se rasga las vestiduras. Las opiniones son libres, y libres se deben expresar. No hablo de insultos sino de maneras de entender la vida. Así pues, dejemos que la Amy Whitehouse cante lo que le dé la gana. Yo no le compraría un disco ni borracho, pero ni comatoso estaría dispuesto a censurarlo. Así se cuida la libertad, siguiendo la famosa frase de Voltaire: “Yo no comparto lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Aunque parece que corren malos tiempos para defenderla...

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