Cuando los historiadores se preguntan de donde nació el poderío que permitió a la Roma clásica edificar el más impresionante imperio de Occidente, del que hoy somos herederos, las causas suelen ser comunes. Como dice Gibbon:
Los griegos, después de que su país quedase reducido a una provincia, achacaron los triunfos de Roma a la Fortuna de su República y no a sus méritos. Esa diosa inconstante que tan caprichosamente reparte y retira sus favores, consentía en aquel momento en plegar las alas, descender de su globo y establecer un trono firme e inmutable a las orillas del Tiber. Polibio, más juicioso, privó a sus compatriotas de este vano y engañoso consuelo al poner ante sus ojos los sólidos cimientos de la grandeza de Roma. Las costumbres de la educación y los prejuicios de la religión reforzaban la fidelidad de los ciudadanos entre sí y con el Estado. El honor y la virtud eran los pilares fundacionales de la República: los ambiciosos ciudadanos trabajaban para merecer las glorias solemnes del triunfo y el ardor de la juventud buscaba emular a sus antepasados. Las moderadas luchas entre patricios y plebeyos establecieron un equilibrio en la Constitución, que unía la libertad de las asambleas populares con la sabiduría de un Senado y los poders de una magistrado regio. Cuando el cónsul desplegaba su estandarte, todos los ciudadanos tenían el solmene deber de cumplir un servicio militar de diez años. (…) cuyos ejércitos siempre obtenían la victoria final en la guerra, aunque no fuera en la batalla.
Pero cuando se preguntan sobre su caída, cada autor pone énfasis en diferentes razones. Véase de nuevo la visión de Edward Gibbon.
Encadenados por los prejuicios y costumbres de una estrecha servidumbre, son incapaces de expandirse o alcanzar la grandeza que admiran de los antiguos. La reducida estatura de la humanidad se hacía cada día menor en comparación con los antiguos modelos. Su pérdida de la liberad hizo de ellos una raza de pigmeos cuando irrumpieron los bárbaros del norte.
El veneno inoculado por la falta de libertad de la comunidad y de los individuos, que pasaron de ser ciudadanos en la República a súbditos en el Imperio, puso los cimientos de su destrucción. Una última cita del autor:
La mayoría de los delitos que alteran la paz interna de la sociedad están producidos por los límites que han impuesto las leyes de la propiedad, necesarias pero desiguales, sobre los deseos de la humanidad al limitar a unos pocos la posesión de objetos codiciados por muchos. De todas nuestras pasiones y apetitos, el deseo de poder es el más imperioso y asocial, ya que el orgullo de un solo hombre exige la sumisión de la multitud. En el tumulto de la discordia civil, las leyes de la sociedad pierden fuerza y pocas veces ocupan su lugar las de la humanidad. El ardor de la disputa, el orgullo de la victoria, la desesperación ante el éxito esquivo, el recuerdo de pasadas ofensas y el temor ante los peligros futuros contribuyen a inflamar el espíritu y a acallar la voz de la piedad. Por estos motivos, casi todas las páginas de la historia están manchadas con sangre civil (…)
De donde la Roma clásica se edificó sobre la república de la virtud y la libertad, su privación sembró el campo para su fin. Se suele decir que el Imperio murió de muerte natural, pues no eran muy diferentes los bárbaros de entonces a los que un día abatieran Mario y César antes de Cristo. Los que había cambiado eran los romanos.
Pensando en nuestros días, es el ánimo de libertad el que hace vivas nuestras sociedades. Una libertad que debe ser individual, pues la ambición del ser humano encauzada por leyes prudentes revierte en el progreso de la sociedad entera. Pero también de nuestra comunidad, de modo que podamos garantizar que no somos dominados por poderes externos que nos socaven en nuestra autonomía. Hoy no hay bárbaros (o sí) pero la globalización obliga a repensarnos para seguir conservando nuestras libertades. Y los retos no son pocos. Hace falta mucha virtud. Hace falta mucho republicanismo.
Los griegos, después de que su país quedase reducido a una provincia, achacaron los triunfos de Roma a la Fortuna de su República y no a sus méritos. Esa diosa inconstante que tan caprichosamente reparte y retira sus favores, consentía en aquel momento en plegar las alas, descender de su globo y establecer un trono firme e inmutable a las orillas del Tiber. Polibio, más juicioso, privó a sus compatriotas de este vano y engañoso consuelo al poner ante sus ojos los sólidos cimientos de la grandeza de Roma. Las costumbres de la educación y los prejuicios de la religión reforzaban la fidelidad de los ciudadanos entre sí y con el Estado. El honor y la virtud eran los pilares fundacionales de la República: los ambiciosos ciudadanos trabajaban para merecer las glorias solemnes del triunfo y el ardor de la juventud buscaba emular a sus antepasados. Las moderadas luchas entre patricios y plebeyos establecieron un equilibrio en la Constitución, que unía la libertad de las asambleas populares con la sabiduría de un Senado y los poders de una magistrado regio. Cuando el cónsul desplegaba su estandarte, todos los ciudadanos tenían el solmene deber de cumplir un servicio militar de diez años. (…) cuyos ejércitos siempre obtenían la victoria final en la guerra, aunque no fuera en la batalla.
Pero cuando se preguntan sobre su caída, cada autor pone énfasis en diferentes razones. Véase de nuevo la visión de Edward Gibbon.
Encadenados por los prejuicios y costumbres de una estrecha servidumbre, son incapaces de expandirse o alcanzar la grandeza que admiran de los antiguos. La reducida estatura de la humanidad se hacía cada día menor en comparación con los antiguos modelos. Su pérdida de la liberad hizo de ellos una raza de pigmeos cuando irrumpieron los bárbaros del norte.
El veneno inoculado por la falta de libertad de la comunidad y de los individuos, que pasaron de ser ciudadanos en la República a súbditos en el Imperio, puso los cimientos de su destrucción. Una última cita del autor:
La mayoría de los delitos que alteran la paz interna de la sociedad están producidos por los límites que han impuesto las leyes de la propiedad, necesarias pero desiguales, sobre los deseos de la humanidad al limitar a unos pocos la posesión de objetos codiciados por muchos. De todas nuestras pasiones y apetitos, el deseo de poder es el más imperioso y asocial, ya que el orgullo de un solo hombre exige la sumisión de la multitud. En el tumulto de la discordia civil, las leyes de la sociedad pierden fuerza y pocas veces ocupan su lugar las de la humanidad. El ardor de la disputa, el orgullo de la victoria, la desesperación ante el éxito esquivo, el recuerdo de pasadas ofensas y el temor ante los peligros futuros contribuyen a inflamar el espíritu y a acallar la voz de la piedad. Por estos motivos, casi todas las páginas de la historia están manchadas con sangre civil (…)
De donde la Roma clásica se edificó sobre la república de la virtud y la libertad, su privación sembró el campo para su fin. Se suele decir que el Imperio murió de muerte natural, pues no eran muy diferentes los bárbaros de entonces a los que un día abatieran Mario y César antes de Cristo. Los que había cambiado eran los romanos.
Pensando en nuestros días, es el ánimo de libertad el que hace vivas nuestras sociedades. Una libertad que debe ser individual, pues la ambición del ser humano encauzada por leyes prudentes revierte en el progreso de la sociedad entera. Pero también de nuestra comunidad, de modo que podamos garantizar que no somos dominados por poderes externos que nos socaven en nuestra autonomía. Hoy no hay bárbaros (o sí) pero la globalización obliga a repensarnos para seguir conservando nuestras libertades. Y los retos no son pocos. Hace falta mucha virtud. Hace falta mucho republicanismo.
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