domingo, 16 de agosto de 2009

Capítulo 5: Contrastes

En todos los países que uno visita se suele encontrar una dicotomía entre el país de la foto y el vital. Quitando el caso de la pobre Barcelona, que se ha convertido en una ciudad por y para la postal, cada ciudad tiene sus callejas ocultas, sus rincones secretos. En ese sentido, Eslovenia no es un lugar distinto. Es un maravilloso país que está lleno de matices, si sabes donde buscarlos, claro.

Quizás la imagen más gráfica es la del castillo de aquel príncipe-ladrón que visitamos a las afueras de la capital. Por una parte, una pequeña fortaleza llena de encanto impostada contra una pared de roca. Recatada y humilde, en apariencia inexpugnable. Pero por otro lado, en los cimientos de la fortaleza, un intrincado laberinto de cuevas y galerías subterráneas, de salidas secretas y trampas para incautos. En Ljubljana pasa lo mismo. Por el día, desde bien temprano, la plaza de la capital se llena con los colores de frutas y flores. Al visitante despierto le acompañan los olores de melocotones y sandías, de rosas y acacias. Los girasoles guardan los puestos y los lugareños se afanan en sus tareas. Los pequeños puestos de madera se despliegan para vender a los turistas souvenirs y las chapas de Broz Tito miran al transeúnte con fría indiferencia. En la plaza central, frente al ayuntamiento, las obras marchan a buen paso. Y los visitantes, se paran en el puente de los tres brazos y desde allí fotografían a los cuadros que cuelgan invertidos en el recodo de su cauce. Es el precioso país de la postal.

Pero luego vienen las profundas catacumbas, vacías de murciélagos aunque no menos sombrías. Hay dos lugares por excelencia para salir por la noche. Uno es el Metelkovac. Así se llama la calle en la que se concentrar un bar sucio lleno de hippies, casas okupas varias y mesas de madera para hacer botellón. Es un sitio completamente alternativo donde se pasean los eslovenos con miles de piercings, perros y rastas. Un sitio con muy buen ambiente y con la cerveza bien barata. Aunque parezca mentira, uno no desentona en este ambiente. El otro sitio al que uno va a pasarlo bien es la plaza de los conciertos. Allí hay varios bares con un ambiente cultureta y todas las tardes hay concierto. Aunque las actividades siempre terminan hacia la medianoche, la gente siempre alarga la velada. El único concierto al que fuimos fue a una banda gitana de origen macedonio. Hubo un ambiente masivo y, aunque las melodías eran muy parecidas entre sí, los ritmos zíngaros tenían un componente hipnótico. Además de que los músicos eran virtuosos. Incluso el líder de la banda podía tocar dos instrumentos a la vez… ¡Alucinante!

Lo más hermoso de este viaje ha sido el poder sentir este contraste. Así se puede entender muy fácilmente que el tiempo se nos haya pasado tan deprisa. Nos hemos hecho tan bien a la ciudad que parecía que estábamos en casa. Paseando por el Tívoli, mirando al letrero de la ABANKA, caminando a las orillas del río, callejeando entre kebabs, yendo y viniendo de la universidad, saliendo a todo correr para visitar cualquier rincón a pocos kilómetros de la ciudad… ¡Ay, Ljubljana! Antes de quedar con un adiós, dejémoslo como un hasta luego.

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