Todo comienza madrugando un jueves. La salida está prevista el viernes 31, pero uno tiene que ser flexible ante las oportunidades de la vida. Mirando la página web de RENFE, descubrí que felizmente el ALVIA para por fin en Calahorra. En tres horas y media podría estar en Barcelona y ya buscaría donde dormir. Lo bueno, además, es que había una oferta que me dejaba los billetes a mitad de precio. Siendo así, todo comienza madrugando un jueves. Tomé el autobús a Calahorra y esperé en la estación de trenes a razón de un par de horas. El tren iba con retraso…
El viaje hasta Zaragoza fue como la seda, pero allí mismo nos hicieron bajar del tren para montarnos en un AVE. La máquina estaba estropeada. Aunque tuvimos que esperar unos minutos, nos fueron colocando a los viajeros allí donde se pudo. El cambio de categoría entre un tren y otro, aunque lo parezca, no fue para tanto. De modo que llegué a Barcelona con una media hora de retraso y con un calor de esos que te hace desear no haber salido nunca de casa. En el Paseo de Gracia me recogió Marc Sanjaume, el primero de los compañeros que vería, y nos fuimos a su pueblo. Cardedeu es una ciudad preciosa y recogida, llena de contrastes pero con un ambiente precioso. Son comerlo ni beberlo, terminé en una cena colectiva con amigos suyos y unos alemanes de origen incierto. Gente toda muy amable, dicho sea de paso. Tras dormir como un tronco con la ayuda del “Gigamaister”, que no es un juego de rol sino un orujo de hierbas germano, llegó el día de empezar la odisea hacia Ljublijana. Toni, el infatigable conductor, nos vino a buscar a las 10:30. La primera escala era Niza. Los paisajes del sur de Francia no son muy diferentes de los del resto del Mediterraneo. De hecho, la cantidad de peajes que hay terminan de corroborar las similitudes.
A la hora de comer, hacia las dos de la tarde, paramos en Salses, un pueblecito francés considerado el último de la “Catalunya francesa”. Por supuesto, nadie hablaba catalán. A la que no le importaba nada el idioma era a la tortilla de patata, que fue convenientemente devorada. Y el jamón, y las galletas… Nos ponemos en marcha sin visitar el castillo de la ciudad por miedo a que se nos hiciera tarde. Tras largas horas de conducción, llegamos a Niza hacia las ocho. Encontrar el hostel fue una verdadera aventura que termina con un jugador de rugby profesional (completamente sudado) guiándonos hasta ese lugar y que para colmo, iba en dos semanas a veranear a Eslovenia. El antro al que fuimos era comparable a Alcatraz. Un lugar apartado de la ciudad, en lo alto de una colina, con alambre de espinos y murallas altas para impedir la fuga a partir de las 12:00, hora en que se cerraba. Nuestro carcelero era el infame Topo-gigo, un personaje menudo y delgado, con perilla, gafas y unos modales que dejaban bastante que desear. Sin duda, el blanco de todas nuestras críticas. Por fortuna, pudimos bajar en coche a la ciudad y tomarnos unas “Maximeitor” y “Navigator” mientras dábamos cuenta de unos bocadillos de chorizo frente al puerto. Nada como ver a unos franceses descorchando champán en un yate bajo nuestras miradas de indiferencia, sabiendo que si fueran medianamente inteligentes, nos tendrían una sana envidia…
En el hostel conocimos a unos argentinos que estaban haciendo una “tournee” por Europa, yendo de fiesta allí donde pudieran. Los pobres habían reservado tres noches en aquel hostel que cerraba a las 12:00 y que despertaba a las 10:00 de la mañana. De modo que o han logrado ejecutar los planes de fuga que hablamos en la habitación o Topo-Gigo estará enterrado en cal viva. Visto lo visto, no tuvimos problemas en madrugar y ponernos en camino hacia nuestro nuevo objetivo; Vicenza, en el norte de Italia. Pasamos por Mónaco y, aunque no nos bajamos del coche, aprovechamos para criticar toda la opulencia de ese lugar. Las colas de la frontera entre Francia e Italia fueron especialmente desesperantes, pero más descorazonador fue el tramo en coche hasta Milán. No tiene nada que envidiar a las autovías de Castilla la Mancha: rectas hasta el suicidio y con un paisaje seco y plano. Pudimos llegar a Vicenza a tiempo para dejar todas las maletas en el hostel antes de acercarnos a recoger a Elena, que llegaba a esa ciudad en avión y se nos unió el último tramo del viaje. Esta vez, se nos dejaba ir y venir a nuestro antojo y las habitaciones eran más pequeñas, aunque con un calor mortal. El rebautizado como el “Gordo del PIE” era el dueño y señor del lugar, y lo cierto es que se portó muy bien con nosotros. Pudimos probar las mieles de la noche italiana en una fase civilizada e inteligente al principio, pero más cáustica a cada cerveza que nos bebíamos.
De nuevo madrugamos al día siguiente con la esperanza de llegar antes de comer a Lublijiana. Tal fue el caso, tras disfrutar del encantador aguachirri que venden como café en diversos Auto-grills y liarnos con el ticket de las autopistas eslovenas. En Eslovenia se paga al entrar del país una tasa por el tiempo que vas a utilizar sus autovías y te pegas un adhesivo al coche que te libra de toda multa. De manera inteligente, fijamos la pegatina en el lado contrario de la luna del coche y estuvimos haciendo cábalas sobre de cuantas maneras nos iban a multar. Los paisajes, a medida nos acercábamos a la capital, pasaron de los secos y amarillentos del Véneto a impresionantes praderas y montañas, llenas de verde y casitas dispersas. Poco a poco, las construcciones se fueron haciendo más grandes y rectangulares. Y entonces nos dimos cuenta de que ya habíamos entrado en la capital eslovena, una ciudad que estaba a punto de sorprendernos.
El viaje hasta Zaragoza fue como la seda, pero allí mismo nos hicieron bajar del tren para montarnos en un AVE. La máquina estaba estropeada. Aunque tuvimos que esperar unos minutos, nos fueron colocando a los viajeros allí donde se pudo. El cambio de categoría entre un tren y otro, aunque lo parezca, no fue para tanto. De modo que llegué a Barcelona con una media hora de retraso y con un calor de esos que te hace desear no haber salido nunca de casa. En el Paseo de Gracia me recogió Marc Sanjaume, el primero de los compañeros que vería, y nos fuimos a su pueblo. Cardedeu es una ciudad preciosa y recogida, llena de contrastes pero con un ambiente precioso. Son comerlo ni beberlo, terminé en una cena colectiva con amigos suyos y unos alemanes de origen incierto. Gente toda muy amable, dicho sea de paso. Tras dormir como un tronco con la ayuda del “Gigamaister”, que no es un juego de rol sino un orujo de hierbas germano, llegó el día de empezar la odisea hacia Ljublijana. Toni, el infatigable conductor, nos vino a buscar a las 10:30. La primera escala era Niza. Los paisajes del sur de Francia no son muy diferentes de los del resto del Mediterraneo. De hecho, la cantidad de peajes que hay terminan de corroborar las similitudes.
A la hora de comer, hacia las dos de la tarde, paramos en Salses, un pueblecito francés considerado el último de la “Catalunya francesa”. Por supuesto, nadie hablaba catalán. A la que no le importaba nada el idioma era a la tortilla de patata, que fue convenientemente devorada. Y el jamón, y las galletas… Nos ponemos en marcha sin visitar el castillo de la ciudad por miedo a que se nos hiciera tarde. Tras largas horas de conducción, llegamos a Niza hacia las ocho. Encontrar el hostel fue una verdadera aventura que termina con un jugador de rugby profesional (completamente sudado) guiándonos hasta ese lugar y que para colmo, iba en dos semanas a veranear a Eslovenia. El antro al que fuimos era comparable a Alcatraz. Un lugar apartado de la ciudad, en lo alto de una colina, con alambre de espinos y murallas altas para impedir la fuga a partir de las 12:00, hora en que se cerraba. Nuestro carcelero era el infame Topo-gigo, un personaje menudo y delgado, con perilla, gafas y unos modales que dejaban bastante que desear. Sin duda, el blanco de todas nuestras críticas. Por fortuna, pudimos bajar en coche a la ciudad y tomarnos unas “Maximeitor” y “Navigator” mientras dábamos cuenta de unos bocadillos de chorizo frente al puerto. Nada como ver a unos franceses descorchando champán en un yate bajo nuestras miradas de indiferencia, sabiendo que si fueran medianamente inteligentes, nos tendrían una sana envidia…
En el hostel conocimos a unos argentinos que estaban haciendo una “tournee” por Europa, yendo de fiesta allí donde pudieran. Los pobres habían reservado tres noches en aquel hostel que cerraba a las 12:00 y que despertaba a las 10:00 de la mañana. De modo que o han logrado ejecutar los planes de fuga que hablamos en la habitación o Topo-Gigo estará enterrado en cal viva. Visto lo visto, no tuvimos problemas en madrugar y ponernos en camino hacia nuestro nuevo objetivo; Vicenza, en el norte de Italia. Pasamos por Mónaco y, aunque no nos bajamos del coche, aprovechamos para criticar toda la opulencia de ese lugar. Las colas de la frontera entre Francia e Italia fueron especialmente desesperantes, pero más descorazonador fue el tramo en coche hasta Milán. No tiene nada que envidiar a las autovías de Castilla la Mancha: rectas hasta el suicidio y con un paisaje seco y plano. Pudimos llegar a Vicenza a tiempo para dejar todas las maletas en el hostel antes de acercarnos a recoger a Elena, que llegaba a esa ciudad en avión y se nos unió el último tramo del viaje. Esta vez, se nos dejaba ir y venir a nuestro antojo y las habitaciones eran más pequeñas, aunque con un calor mortal. El rebautizado como el “Gordo del PIE” era el dueño y señor del lugar, y lo cierto es que se portó muy bien con nosotros. Pudimos probar las mieles de la noche italiana en una fase civilizada e inteligente al principio, pero más cáustica a cada cerveza que nos bebíamos.
De nuevo madrugamos al día siguiente con la esperanza de llegar antes de comer a Lublijiana. Tal fue el caso, tras disfrutar del encantador aguachirri que venden como café en diversos Auto-grills y liarnos con el ticket de las autopistas eslovenas. En Eslovenia se paga al entrar del país una tasa por el tiempo que vas a utilizar sus autovías y te pegas un adhesivo al coche que te libra de toda multa. De manera inteligente, fijamos la pegatina en el lado contrario de la luna del coche y estuvimos haciendo cábalas sobre de cuantas maneras nos iban a multar. Los paisajes, a medida nos acercábamos a la capital, pasaron de los secos y amarillentos del Véneto a impresionantes praderas y montañas, llenas de verde y casitas dispersas. Poco a poco, las construcciones se fueron haciendo más grandes y rectangulares. Y entonces nos dimos cuenta de que ya habíamos entrado en la capital eslovena, una ciudad que estaba a punto de sorprendernos.
1 comentario:
Hola Pablo, desde Dublín!
El viaje ha empezado interesante, ¿pero qué es esto de dejar los finales abiertos?
Te estas convirtiendo en un blogger comercial...
Venga un abrazo, a ver cuando nos vemos!
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