lunes, 9 de noviembre de 2009

Corrupción

Estos días el tema estrella entre aquellos a los que nos interesa la política ha sido el de la corrupción. Todo viene a raíz de los últimos casos que han agitado las aguas del presunto “oasis catalán”. Nombres propios como Filesa, Roldán, el caso Naseiro, Pozuelo y Seseña, Marbella, Gürtel… se han convertido por desgracia en lugares comunes del imaginario político español. En el ranking de transparency.org, España aparece como el país 23 de los 163 analizados, de menos a más corrupto según la percepción ciudadana. Probablemente hayamos caído. De hecho, la percepción ciudadana quizás sea excesivamente benevolente…

Me gustaría empezar dejando claro que considero que España es un país que tiene una predilección natural por la corrupción. Y no hablo de la política, solamente. Usar la wifi del vecino, escaquearse para echarse un cigarrillo durante horas de trabajo, una falsa baja laboral, hacer un trabajo mal a sabiendas… son ejemplos de corrupción. Puede considerarse que apenas es dañina, se trata de una corrupción privada: sin embargo, es un comportamiento legal y socialmente penalizado en otras latitudes. Sin embargo, quizás el más lesivo para el interés general sea la corrupción pública, sea o no ejercida desde instituciones. Ejemplos de corrupción no ejercida desde instituciones públicas pero que las afectan son los casos típicos de fraude fiscal en cualquiera de sus formas, soborno a cargos públicos, etcétera. De momento, dejaré esta situación a parte y me centraré exclusivamente en la corrupción pública ejercida desde las instituciones.

Creo que una manera de atacar el tema es distinguiendo entre dos planos diferentes pero relacionados; lo legal y lo político. En el primer plano, existen unos delitos tipificados en el código penal como de corrupción. Estos supuestos son los perseguidos por la justicia. La democracia tiene de positivo que es capaz de lavar sus vergüenzas en público. Es decir, que permite la transparencia en la persecución de los delitos, a diferencia de un régimen despótico, donde la corrupción existe pero se tolera. Sin embargo, en este plano España necesitaría hacer reformas importantes. Y no me refiero a poner sobre el papel nuevos supuestos de corrupción, que también podría ser útil. Es necesario, en primer lugar, dotar de más medios a la fiscalía anti-corrupción. Un segundo es el ampliar las penas por corrupción. Algunas propuestas pueden ir desde aplicar la Ley Anti-terrorista a los corruptos, penas máximas (hasta 30 años) y, la más importante, incautación vitalicia de bienes inmuebles y financieros hasta la devolución de la cantidad desfalcada. Un tercero pasa por evitar la politización de la justicia, medidas de inhibición cautelares para evitar que el presidente de la Audiencia de una comunidad sea “muy amigo” del potencial imputado…

El segundo plano es el de lo político. ¿Es justo el uso del poder para favorecer a una clientela afín a intereses privados? Lo cierto es que eso ocurre. La discrecionalidad de la administración (a todos los niveles, pero más el local) en la adjudicación de contratos, de estudios, etc… genera redes de amiguismo claramente clientelar. Además de que hacen que el cargo público pueda ser corrompido por organizaciones con ánimo de lucrarse a costa de la administración. Este plano en cuestión liga con la concepción de lo público. ¿Se está en el poder para vivir del pesebre público o con una vocación de servicio? Aquí entra la actuación de dos actores. Primero de los partidos, que deben seleccionar a sus cargos públicos con un cuidado exquisito, apartando a las manzanas podridas. Del mismo modo, puede emplear la corrupción para financiarse ilegalmente. Cuanto más endógamo sea un partido (en el nivel que sea), mayor es el riesgo de que no sepa o quiera hacerlo. Partidos políticos con democracia interna, porosos con la sociedad civil, favorecen la transparencia y por lo tanto, reducen la posibilidad de que haya corrupción. Pero el segundo actor es la ciudadanía, que elige a los gobernantes. Cuanto más intransigente sea la ciudadanía con la corrupción, más se informe sobre política y se implique en los asuntos públicos, más probable es que sancione a los partidos que lleven corruptos en sus listas. Lo contrario ocurrirá si la propia ciudadanía se beneficia de las redes de amiguismo y los mismos corruptos tenderán a reproducirse ene l poder.

En suma, atacar la corrupción requiere de tres frentes coordinados. El primero es el político, con una vocación clara de lucha contra la corrupción. Tolerancia cero, expulsión de corruptos inmediata (la presunción de inocencia es legal, no política), mecanismos de transparencia y democracia interna. El segundo es el legal, impulsado desde la política. Declaración de patrimonio de concejales antes y después de la legislatura, medios a fiscales anti-corrupción, cambio en la ley de financiación de partidos y endurecimiento de penas por corrupción. Y el tercer frente es el ciudadano, que es crucial: ni un voto a corruptos, defensa cerrada de lo público. ¿Son propuestas utópicas? No lo creo: más bien es el mínimo común denominador de una democracia avanzada. No merecemos menos.

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