miércoles, 11 de noviembre de 2009

Y hablan, y hablan...

Una de las cosas que más me gustaron del libro de “Momo” cuando lo leí en su día fue la referencia que hizo a la virtud suprema de la protagonista. Momo tenía la capacidad de escuchar. Desde luego, nunca ha estado más de actualidad. La combinación entre prisa y egocentrismo ha desplazado esta virtud a los psicólogos, los sacerdotes y algún que otro amigo. Hay gente que, por supuesto, hace una pregunta retórica en la que tu respuesta es irrelevante. Ni siquiera te escuchan. Están preparándose para descargar su historia.

Sin embargo hay otros casos en los que alguien te asalta directamente, sin ningún pudor, y te cuentan una película. Yo reconozco que últimamente me topo con mucha gente de este tipo y que tengo mala suerte: soy educado y no les tengo confianza. Si al menos fuera maleducado (al estilo House, pongamos) les diría la verdad. “No me interesa. Déjame en paz”. Si al menos fueran amigos y me estuvieran taladrando el cerebro (yo también lo hago, aquí nadie está libre de pecado), al menos les podría decir a modo de chascarrillo; “Madre mía que torrada me estas dando. Cambiemos de tema”. Pero ya os digo, no estoy teniendo suerte y me estoy comiendo cada una…

Por otra parte, mientras me habla me veo en un doble compromiso. Por una parte, mi función fática nunca ha sido nada del otro jueves. Así que necesito un esfuerzo considerable para poder emitir un “ajá” o “mmm” o “pues vaya”. Pero por la otra cuando me aburro, mi mente tiende a irse por otros derroteros. Que me pongo a pensar en otras cosas, vamos. Esto hace que a veces, cuando vuelvo a la Tierra, me encuentre con que no he seguido la conversación. Por si acaso, intento tomar algún hilo por si luego me pregunta. Pero la mayoría de las veces, como el sujeto viene a lo que viene, ni se molesta. Así, podemos despedir la conversación sin más.

Un caso práctico. El otro día me cruce por la calle con una amiga de Julio que he visto de ciento a viento. Con amabilidad le saludé y le dije un “Hola, ¿Qué tal?”. Craso error. ¡Madre de mía, que rallada me metió la tía! 20 minutos de reloj con un monólogo en que me relataba sus vicisitudes laborales y su indignación con la burocracia universitaria. Como veis, os cuento la idea general, porque no le presté ninguna atención. ¿Y qué más da? Ella se desahogó y yo aguanté, así que todos contentos.

Si, es cierto, hoy día no se sabe escuchar. Y lo que es peor, la gente se siente muy sola. Necesita hablar (en un monólogo) con alguien. Yo lo comprendo y hasta lo comparto ¡Que hablen si son felices! Es bastante barato y todos los hacemos. Pero querido semi-desconocido que me asaltas por doquier, te doy un consejo. Cuéntale tu vida a tu amigo, tu novio, tu madre o tu hermano que seguro que te escuchan más que yo...

1 comentario:

Toni Rodon dijo...

Dios nos ha dado dos orejas y una boca para escuchar dos veces y hablar sólo una... lo decía siempre un profesor que tuve en la eso... :P