Cuando, en este país, los ciudadanos nos ponemos a debatir sobre cuestiones políticas, suele pasar que nos encerramos en compartimentos estancos de opinión. Que, en el fondo, los discursos no se construyen para el compartir y contraponer puntos de vista sino que se construyen de espaldas unos a otros. Deliberar es una palabra que hace referencia a “liberarnos” de prejuicios y opiniones a priori para empalizar con la postura de quien tenemos en frente, asumiendo que quizás el otro también pueda tener razón.
Lo que deberíamos interrogarnos es sobre cómo se construye el discurso político en nuestra sociedad. Si sabemos que el emisor es el cargo electo, no cabe duda de que hay un gestor único; los medios de comunicación. En nuestro país, el sistema de medios se caracteriza por ser propio de un país mediterráneo. Predominan poderosos grupos mediáticos, alineados con partidos y corporaciones financieras. Y se vinculan estrechamente con el poder político para conseguir su favor en la concesión de licencias, financiación… Es conocido que el poderoso grupo PRISA nació al calor de la línea directa entre el ministro de educación franquista y Jesús de Polanco, propietario de la editorial Santillana. Hoy nadie ignora el auge de Mediapro al auspicio de La Moncloa, o la alianza de hierro entre El Mundo, la COPE y el PP madrileño. De la misma manera, nos encontramos con una forma de hacer periodismo sobretodo desde la tertulia y la opinión (con tertulianos a sueldo de partidos). De modo general, el periodismo combativo o independiente ha tendido a difuminarse en el marasmo del clientelismo partidista. La investigación sólo es útil si sirve para desprestigiar al contrario.
Los ciudadanos tendemos, en función de nuestra ideología, a segmentar nuestro consumo de medios de comunicación. Todos sabemos que se sea de la tendencia que se sea, se tiende a seleccionar líneas editoriales que refuercen nuestros planteamientos ideológicos. Que filtran la información acorde con nuestras ideas pre- concebidas. Ello, es positivo y negativo a la vez. Es positivo porque hace que no haya “volatilidad ideológica”, permite al ciudadano identificar con claridad una valoración sobre los temas de la agenda acorde con su visión de la vida. Pero es negativo, porque refuerza la exclusión de las valoraciones contrarias a nuestras opiniones, y así, nos instalamos en una suerte de lucha de facciones. Algo muy a la española. El negar siempre la mayor al contrario, manejando discursos que no admitan ambigüedades. Yo tengo razón y tu no.
No achaco la culpa al ciudadano, porque el ciudadano de a pie sólo puede incidir en el discurso público muy parcialmente (y sesgadamente) a través de los sondeos de opinión. La crítica es a los medios de comunicación y a las élites políticas. En sus alianzas, en busca de poder y dinero (que viene a ser lo mismo) nos encontramos con que se construye un discurso público radical, excluyente y sectario de la cosa pública. Se edifica sobre la opinión y no sobre los datos. Desde el poder y no desde la independencia. Hay un puñado de periodistas que luchan por salir de esta dinámica, pero se los margina o excluye, porque el sistema tiene sus normas y quien se mueve, no sale en la foto. Termina todo siendo un ciclo que vicia la convivencia en la sociedad democrática y que cierra la puerta a la posibilidad de una sociedad construida sobre la deliberación.
Lo que deberíamos interrogarnos es sobre cómo se construye el discurso político en nuestra sociedad. Si sabemos que el emisor es el cargo electo, no cabe duda de que hay un gestor único; los medios de comunicación. En nuestro país, el sistema de medios se caracteriza por ser propio de un país mediterráneo. Predominan poderosos grupos mediáticos, alineados con partidos y corporaciones financieras. Y se vinculan estrechamente con el poder político para conseguir su favor en la concesión de licencias, financiación… Es conocido que el poderoso grupo PRISA nació al calor de la línea directa entre el ministro de educación franquista y Jesús de Polanco, propietario de la editorial Santillana. Hoy nadie ignora el auge de Mediapro al auspicio de La Moncloa, o la alianza de hierro entre El Mundo, la COPE y el PP madrileño. De la misma manera, nos encontramos con una forma de hacer periodismo sobretodo desde la tertulia y la opinión (con tertulianos a sueldo de partidos). De modo general, el periodismo combativo o independiente ha tendido a difuminarse en el marasmo del clientelismo partidista. La investigación sólo es útil si sirve para desprestigiar al contrario.
Los ciudadanos tendemos, en función de nuestra ideología, a segmentar nuestro consumo de medios de comunicación. Todos sabemos que se sea de la tendencia que se sea, se tiende a seleccionar líneas editoriales que refuercen nuestros planteamientos ideológicos. Que filtran la información acorde con nuestras ideas pre- concebidas. Ello, es positivo y negativo a la vez. Es positivo porque hace que no haya “volatilidad ideológica”, permite al ciudadano identificar con claridad una valoración sobre los temas de la agenda acorde con su visión de la vida. Pero es negativo, porque refuerza la exclusión de las valoraciones contrarias a nuestras opiniones, y así, nos instalamos en una suerte de lucha de facciones. Algo muy a la española. El negar siempre la mayor al contrario, manejando discursos que no admitan ambigüedades. Yo tengo razón y tu no.
No achaco la culpa al ciudadano, porque el ciudadano de a pie sólo puede incidir en el discurso público muy parcialmente (y sesgadamente) a través de los sondeos de opinión. La crítica es a los medios de comunicación y a las élites políticas. En sus alianzas, en busca de poder y dinero (que viene a ser lo mismo) nos encontramos con que se construye un discurso público radical, excluyente y sectario de la cosa pública. Se edifica sobre la opinión y no sobre los datos. Desde el poder y no desde la independencia. Hay un puñado de periodistas que luchan por salir de esta dinámica, pero se los margina o excluye, porque el sistema tiene sus normas y quien se mueve, no sale en la foto. Termina todo siendo un ciclo que vicia la convivencia en la sociedad democrática y que cierra la puerta a la posibilidad de una sociedad construida sobre la deliberación.
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