Cualquiera que haya paseado por algún parque de una ciudad española, asomado su cabeza a la verja de un jardín de infancia o caminado junto a un colegio, se habrá dado cuenta de lo que ha cambiado este país. Y no hablo sólo porque, desgraciadamente, habrá visto que muchos niños ya llevan el móvil o la Nintendo DS para jugar en el recreo en vez de hacer pasteles de barro o comerse hormigas, como era tradición. Sino que los propios niños son un auténtico mosaico cultural, un repertorio de gente del Este de Europa, latinoamericanos, africanos o chinos. Hace diez años era una sorpresa encontrarse a un niño así, hoy afortunadamente, es la norma.
Porque España ha cambiado que es una barbaridad en menos de diez años. Hemos pasado de ser una tierra donde éramos nosotros quienes nos marchábamos a Europa para ser un lugar de acogida para inmigración de otros países, que vienen con la esperanza de encontrar aquí una tierra mejor. Y esas personas se ganan la vida cómo pueden, sacan el dinero para mantener a sus familiares en el país del que proceden. Así pueden estar menos inmersos en la pobreza. Luego viene la decisión, la de volverse a casa o traerse a la familia, y muchos optan por el reagrupamiento familiar. Aunque España tiene muchas cosas malas, también es cierto que tenemos una educación pública y una sanidad universal, de modo que sus hijos son escolarizados y su salud, atendida de forma garantista. No quiero aquí tratar la inmigración cómo fenómeno (que tiene luces y sombras) sino centrarme en cómo su llegada trae una remesa de nuevos escolares, de nuevos niños que juegan con nuestros hijos. De cómo se hace aún más rico y plural el tejido de las nuevas generaciones. Si los colegios mixtos querían enseñarnos que las diferencias de género son de otros tiempos, hoy la escuela nos muestra también cómo el color de la piel no es más importante que el de los ojos…
Otro fenómeno también creciente ha sido el de las adopciones internacionales. Muchas parejas (bien porque no podían, bien porque querían) han adoptado niños de otros países, siendo China, Rusia y África Oriental de donde predominan las adopciones. Para los padres supone la posibilidad de dar amor a una nueva criatura, y para el niño, la posibilidad de escapar de un destino que se le presumía aciago. Incluso muchas familias están combinando el tener hijos biológicos propios con el adoptar. Los trámites suelen ser lentos y muy farragosos, con visitas obligadas a los países en ocasiones, lo que hace que haya listas de espera que pueden llegar hasta los tres años. Aunque la recompensa suele superar con creces la lucha contra la implacable burocracia. Y estos niños empiezan una vida nueva en una familia que les da todo su amor y cariño (hasta el vicio casi); se integran como uno más, comen “fantasmikos” como todos y les encanta montarse en los caballitos. A diferencia del caso de un niño de origen extranjero, no cabe la posibilidad de que se forme ningún tipo de barrera cultural, porque su socialización es española. En el caso de los niños de fuera, a veces es posible que el idioma (si ya es mayor) o el carácter de los padres puedan oponer resistencia a que el niño se integre plenamente. Aunque no es necesario que sean de fuera, si nos fijamos en la etnia gitana.
Un dato; la ONU certifica que España es el mejor país del mundo para ser niño. Y eso no es algo que dependa de las políticas (faltan guarderías) sino de nuestro propio carácter. Aquí nos nace tratar a los niños con cariño, incluido con contacto físico, algo que en otros países (Japón, por ejemplo) es impensable. Incluso cuando no lo conocemos, siempre que pasamos junto a un carrito nos quedamos mirando, o ponemos alguna mueca para arrancarle una sonrisa al bebé. Nos inspiran una ternura, que por nuestro carácter, es contagiosa. Yo creo que no hay mejor país que este para acoger a los niños de otros rincones del mundo. Tanto si los padres son de aquí, cómo si son de fuera, da gusto arrancarle una sonrisa a un niño. Que sigan viniendo, por favor.
Porque España ha cambiado que es una barbaridad en menos de diez años. Hemos pasado de ser una tierra donde éramos nosotros quienes nos marchábamos a Europa para ser un lugar de acogida para inmigración de otros países, que vienen con la esperanza de encontrar aquí una tierra mejor. Y esas personas se ganan la vida cómo pueden, sacan el dinero para mantener a sus familiares en el país del que proceden. Así pueden estar menos inmersos en la pobreza. Luego viene la decisión, la de volverse a casa o traerse a la familia, y muchos optan por el reagrupamiento familiar. Aunque España tiene muchas cosas malas, también es cierto que tenemos una educación pública y una sanidad universal, de modo que sus hijos son escolarizados y su salud, atendida de forma garantista. No quiero aquí tratar la inmigración cómo fenómeno (que tiene luces y sombras) sino centrarme en cómo su llegada trae una remesa de nuevos escolares, de nuevos niños que juegan con nuestros hijos. De cómo se hace aún más rico y plural el tejido de las nuevas generaciones. Si los colegios mixtos querían enseñarnos que las diferencias de género son de otros tiempos, hoy la escuela nos muestra también cómo el color de la piel no es más importante que el de los ojos…
Otro fenómeno también creciente ha sido el de las adopciones internacionales. Muchas parejas (bien porque no podían, bien porque querían) han adoptado niños de otros países, siendo China, Rusia y África Oriental de donde predominan las adopciones. Para los padres supone la posibilidad de dar amor a una nueva criatura, y para el niño, la posibilidad de escapar de un destino que se le presumía aciago. Incluso muchas familias están combinando el tener hijos biológicos propios con el adoptar. Los trámites suelen ser lentos y muy farragosos, con visitas obligadas a los países en ocasiones, lo que hace que haya listas de espera que pueden llegar hasta los tres años. Aunque la recompensa suele superar con creces la lucha contra la implacable burocracia. Y estos niños empiezan una vida nueva en una familia que les da todo su amor y cariño (hasta el vicio casi); se integran como uno más, comen “fantasmikos” como todos y les encanta montarse en los caballitos. A diferencia del caso de un niño de origen extranjero, no cabe la posibilidad de que se forme ningún tipo de barrera cultural, porque su socialización es española. En el caso de los niños de fuera, a veces es posible que el idioma (si ya es mayor) o el carácter de los padres puedan oponer resistencia a que el niño se integre plenamente. Aunque no es necesario que sean de fuera, si nos fijamos en la etnia gitana.
Un dato; la ONU certifica que España es el mejor país del mundo para ser niño. Y eso no es algo que dependa de las políticas (faltan guarderías) sino de nuestro propio carácter. Aquí nos nace tratar a los niños con cariño, incluido con contacto físico, algo que en otros países (Japón, por ejemplo) es impensable. Incluso cuando no lo conocemos, siempre que pasamos junto a un carrito nos quedamos mirando, o ponemos alguna mueca para arrancarle una sonrisa al bebé. Nos inspiran una ternura, que por nuestro carácter, es contagiosa. Yo creo que no hay mejor país que este para acoger a los niños de otros rincones del mundo. Tanto si los padres son de aquí, cómo si son de fuera, da gusto arrancarle una sonrisa a un niño. Que sigan viniendo, por favor.
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