sábado, 10 de julio de 2010

Nueva York (I): El primer día

Cuando alguien obra humildemente de cronista suele enfrentarse al reto de ordenar los datos y las ideas de su cabeza de dos formas distintas. O bien puede hacer una narración cronológica de todos los eventos acaecidos o decidirse por enlazarlos temáticamente, en función de las ideas que quiere destacar. ¿Cómo afrontar el reto de hablar de nuestro viaje a Nueva York, la auténtica caput mundi, la más increíble y vibrante de las ciudades? Dejadme que empiece narrando nuestro primer día para que en futuras entradas hable de las cosas concretas, de las notas de lo que más me han sorprendido de la Gran Manzana.

Nuestro autobús salía la noche del jueves a las 11: 30 de la noche. En una hora aproximadamente, el paso de frontera y enfrentarse al desgraciado del guardia de inmigración. Debo reconocer que esta vez no me puse nada nervioso, pese a que el sujeto fue de verdad descortés. Una parada obligatoria en Albany y duerme-vela en el autobús hasta Nueva York. Nuestro autobús nos dejó en Times Square y allí cogimos el metro hasta nuestro hostal, “Chocolate” de nombre. El metro allí es un verdadero caos. Hay muchísimas líneas, bastante mal indicadas y con dos tipos diferentes de trenes: los exprés que paran en las paradas principales y los locales, que paran en todas. Pese a todo, llegamos a nuestro destino, en la parada de la línea roja 1, en la 103 st., junto a Central Park. Aunque el enclave era estratégicamente perfecto, el hostal recibía el nombre de “Chocolate” más por su parecido con determinados productos fecales que por su dulce sabor. Pero bueno, lo importante era tener un camastro, y eso lo tuvimos.
Ese mismo día ya apretaba la canícula que nos acompañaría todo el viaje: una media de 36 grados y un sol de justicia. Sin tomar posesión de ninguna habitación, nos pusimos en marcha al distrito financiero. Un café y un muffin en el puesto ambulante. Dos dólares. Vimos el ayuntamiento y los tribunales por fuera y cuál fue nuestra sorpresa al descubrir en un parque que el mismo alcalde de la ciudad, Bloomberg, había venido a recibirnos. Bueno, realmente estaba en una entrega de premios al mayor comedor de perritos calientes del mundo, pero al menos pudimos verlo realmente cerca. Seguimos con el periplo y vemos el Federal Hall, con algunas reliquias de la proclamación de la Independencia, y Wall Street, el verdadero poder del mundo moderno. Todo, cobijados bajo la sombra de impresionantes rascacielos que quitan el habla. Nos descubrimos el sombrero en la zona cero de las Torres Gemelas y vimos su memorial. Nos acercamos al rio Hudson, y allí mismo, mientras la banda juvenil de Edimburgo tocaba temas de películas, nos maravillamos a la vista de la calle Brodway y de la Estatua de la Libertad. Justo donde muere Brodway está el primer parque público de la ciudad, que antes era el poblado de los nativos indios y que fue comprado por los europeos por baratijas por valor de 14 dólares. Buen negocio.

Tras saludar desde la puerta a Standard & Poors (¡No nos bajéis el rating, so cab…!) nos fuimos al Puente de Brooklyn. Allí nos esperaba Cèlia, que nos mostró la impresionante vista de la ciudad desde allí y nos dio buenos consejos de las cosas a visitar. Tras esto, nos fuimos en metro a Union Square, donde suele haber ambiente joven. Allí mismo había un mercadillo biológico, pero para comer nos desplazamos hasta Washington Square, y comimos un kebab en la hierba, rodeados de estudiantes de la NYU mientras un tipo instalaba un piano en el centro de la plaza. Tras esto, nos fuimos a tomar un café al barrio de Soho (cool donde los haya) y, tras una animada charla, nos pusimos en marcha al Moma, porque justamente los viernes es gratuito. Se llena de turistas, es cierto, pero había que aprovechar. Allí estuvimos sobre tres horas, aunque no nos dio tiempo de verlo todo, sí al menos algunas de las piezas esenciales de la exposición permanente. Había algunas obras realmente geniales; desde la Señoritas de Avignon o el mítico Dalí de La persistencia de la memoria. Cerrado el museo, nosotros nos pusimos en marcha hacia el hostel para hacernos con la habitación y ya nos encontraríamos con Célia para cenar y tomar algo.
Tras perdernos un rato por el metro, como estaba previsto, llegamos al sitio convenido en la 9 avenida. El antro en cuestión se trataba de un lugar donde la cerveza era barata pero tú tenías derecho a perritos calientes gratis. Por supuesto, allí pudimos beber y “cenar”, rodeados del barullo y con cientos de conversaciones cruzadas. Tras pasar unas horas que se fueron como minutos, nos decidimos a volver al hotel. Ya era la 1 y necesitábamos una cama. Así nos encaminamos hacia Times Square para tomar el metro y nos maravillamos de nuevo antes de irnos a dormir. Pantallas inmensas, anuncios cambiantes, las noticias en tiempo real, la música y la luz de los musicales, riadas interminables de gentes… La ciudad que nunca duerme. Pero nosotros sí que teníamos urgencia de hacerlo, así que nos volvimos al hostel con la promesa de exprimir hasta el último instante de este viaje.

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