Aquella fría noche de la víspera de los idus de Marzo, el cónsul Lépido organizó una cena en su casa en la ladera del Palatino. A la cena estaban invitados Casio, Marco Antonio, Junio Bruto y el dictador vitalicio, Cayo Julio César, con sus correspondientes esposas. Como es la tradición, los hombres se recostaban en el triclinio para comer mientras que las mujeres comían sentadas en sillas de madera frente a los hombres. En esta ocasión, César había cedido el lucus consularis, que se reserva al invitado de mayor rango. La idea era ponerse un poco más alejado del semicírculo que formaban los comensales con el objeto de poder dictar despachos a su escriba, con el que iba a todas partes. El dictador no era una persona glotona, y con un poco de pan con aceite y sal se daba por satisfecho.
A medida transcurría la cena, César solo prestaba atención puntual a los temas de conversación. En dos días abandonaría Roma con su ejército para encaminarse a la provincia romana de Asia. Desde allí, iniciaría una campaña de castigo para la conquista del Imperio Parto y, de paso, vengar la trágica muerte de su amigo Craso. Por estas razones, los preparativos eran frenéticos y el dictador quería dejarlo todo a punto. Incluyendo dejar a Lépido como cónsul en Roma frente a su primo Marco Antonio, sobretodo por la conocida afición de este último a la bebida, las rameras y el juego.
En un momento dado, surgió una conversación sobre cual era la mejor manera de morir. Casio comentó que lo mejor era morir con una espada en la mano, luchando contra enemigos. Bruto dijo que su modo ideal era en la cama, mientras dormías plácidamente. Entonces, César, que parecía distraído se encaró un momento con ellos y les dijo: “Repentinamente”. Una gota de sudor frío se deslizó por la frente de Bruto. Tras mirarles unos instantes, César volvió a abstraerse en sus asuntos. Esa noche muchos de los comensales no durmieron bien. La esposa de César, Calpurnia, le rogó que no asistiera a la sesión del Senado de mañana, que había tenido un sueño el que era asesinado. Bruto no pegó ojo en toda la noche, vagabundeando nervioso de lado a lado. Solo Porcia, su esposa, e hija de Catón de Útica (El difunto enemigo de César) le consoló esa noche para coger el sueño.
Cuando el gallo cantó por la mañana, César dio un beso a su intranquila mujer y salió por la puerta de la casa del Pontifex Maximus, en el bajo Foro. Se encontró con su tío abuelo, Lucio César, y juntos se encaminaron hacia la Curia de Pompeyo, donde se había convocado la sesión. Era paradójico que en la Curia construida por su enemigo en la guerra civil se fuera a aprobar la primera expedición contra un no-romano desde la Guerra de las Galias. Por el camino se toparon con un viejo adivino que gritó: “César, guárdate de los Idus”. El dictador le contestó que ya habían llegado y nada pasaba. “Sí, pero aún no han pasado”. Cleopatra, su amante, residía al otro lado del Tiber (al ser no-romana, no podía pisar el límite sagrado de la ciudad) y tras la sesión pasaría a visitarla por última vez. Estaría mucho tiempo fuera. Alguien de la muchedumbre pasó una nota para el dictador, pero éste se la guardó para leerla después de la sesión.
La Curia de Pompeyo estaba casi vacía cuando el dictador entró dentro, desplegó su silla curul y se sentó a redactar informes. Los senadores se iban congregando poco a poco. En la puerta, Casca entabló una conversación con Lucio César y Marco Antonio. Dentro, un grupo de senadores se acercó al dictador, con Décimo y Marco Bruto, Casio, Ahenobarbo entre ellos. Casi todos habían sido perdonados por César, pese a haber luchado en la guerra civil del lado de Pompeyo. Tulio Cimbro se adelantó para pedir el perdón para su hermano. César se negó, por haber sido imputado por corrupción antes del conflicto. Su negativa era la señal convenida por los asesinos. Los 48 senadores sacaron sus cuchillos y se abalanzaron sobre él, consumando una traición. Todos le dieron una puñalada, mientras que César, que al principio se resistió, después decidió por cubrirse la cabeza en señal de resignación. De todas, tan solo tres puñaladas fueron mortales, pese a que le dieron una en el ojo y otra en el escroto, como venganza por su belleza y virilidad. Al final, César se desplomó frente a la estatua de Pompeyo, cuya mirada de mármol contempló impasible la escena. Los traidores, asustados por su propia obra, salieron corriendo en todas partes, pese a los intentos de Casio y Bruto por detenerlos. César, muerto, quedó solo en medio de la Curia mientras que terribles rumores corrían por la ciudad…
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