Hace poco leía con horror la noticia de que, por culpa de la crisis y dentro de la recesión conjunta del sector de la hostelería, miles de bares podrían cerrar en España. Nuestro país es el segundo con más bares por habitante, detrás de Malta. Esto hace que se trate de un elemento central inserto en la cultura popular del “salir” por ahí. Quiero aprovechar esta entrada para, por una parte, hacer un homenaje a la cultura de bar y por la otra, exponer las claras ventajas que tienen para la calidad de vida de España.
Todos tenemos en mente un bar al que vamos con frecuencia, sea o no de nuestro gusto. A veces son los bares los que te eligen a ti, porque arrastrado por el grupo, no te queda más opción. El bar que me imagino tiene el suelo sucio, poblado de servilletas de papel arrugadas. Según entras, te llega esa mezcla de olores de bravas, alcohol y puro. Su barra es alargada y plateada, con pinchos alineados encima, y tras él, todos imaginamos a un orondo personaje que palillo en boca, nos saludo por nuestro nombre. Los licores están alineados como un regimiento, sin que puedas terminar jamás de contarlos. La máquina tragaperras y la del tabaco compiten junto a la entrada en provocarnos un ataque epiléptico. En las paredes, están apelotonadas las fotos de carteles de las fiestas patronales o, si el bar tuvo alguna gloria pasada, fotos en blanco y negro con el torero local. La televisión siempre está encendida y con la misma programación: el fútbol si es por la noche, los toros si es a mediodía y el informativo si es de mañana. Algún banderín habrá seguramente colgado del equipo local (que este año a lo mejor sube a segunda), alguna foto de los integrantes y una vitrina con trofeos de mus y parchís. Mejor no hablo del estado de los aseos, porque siempre es de todo menos bueno. Y luego los clientes, variados según la hora. Por la mañana, los del café rápido y los jubilados que echan la partida. A mediodía, los del pincho y los jubilados que echan la partida. Por la tarde, los del vinillo y los jubilados que echan la partida.
Los bares son uno de los grandes vertebradores del ocio ibérico. Primero, por el lazo que se forma entre el propietario y el cliente, comparable a los tradicionales comercios de barrio. Por otro lado, por la permanencia de las clientelas, que aumentan la confianza dentro de la comunidad. Frente a una sociedad que cada vez se atomiza más y donde cada cual va a lo suyo, un bar suele ser un feudo hereditario donde toda la gleba está bien avenida. Y, por supuesto, eso no excluye que se cambien de uno a otro cuando se hace la ruta del tapeo. Sin rencores, porque cada cual tiene su especialidad; que si la gilda famosa, que si bravas, la gordilla o el bocata de calamares. No hay centros comerciales donde los bares clásicos subsistan si no que es en los callejones más ocultos donde se agazapan. Cuando uno llega a una nueva ciudad o pueblo y encuentra un bar donde está la gente de allí, ya puede estar tranquilo. Es un buen lugar.
Pero llega la vorágine de la crisis, y muchos bares se tambalean al borde de la quiebra. Y mientras que los máximos exponentes de la cultura popular se hunden, las franquicias afilan los dientes para ocupar su lugar, pues aunque queden tocadas, nunca mueren. En la economía de mercado, donde sobreviven los más fuertes, lo tradicional no tiene cabida. Y llegarán las marcas de Starbucks, las tabernas de Pinxos vascos de diseño… Mientras que los mesoneros de antaño se perderán y los camareros ya no se sabrán tu nombre, las bravas serán pre-congeladas y carísimas, el diseño de lo castizo cederá ante las mesas de ikea y los olores del puro y el carajillo serán un recuerdo. Cuando todo lo que quería era sentarme en un incómodo taburete con mis amigos, tras esa plateada y vieja barra gris…
Todos tenemos en mente un bar al que vamos con frecuencia, sea o no de nuestro gusto. A veces son los bares los que te eligen a ti, porque arrastrado por el grupo, no te queda más opción. El bar que me imagino tiene el suelo sucio, poblado de servilletas de papel arrugadas. Según entras, te llega esa mezcla de olores de bravas, alcohol y puro. Su barra es alargada y plateada, con pinchos alineados encima, y tras él, todos imaginamos a un orondo personaje que palillo en boca, nos saludo por nuestro nombre. Los licores están alineados como un regimiento, sin que puedas terminar jamás de contarlos. La máquina tragaperras y la del tabaco compiten junto a la entrada en provocarnos un ataque epiléptico. En las paredes, están apelotonadas las fotos de carteles de las fiestas patronales o, si el bar tuvo alguna gloria pasada, fotos en blanco y negro con el torero local. La televisión siempre está encendida y con la misma programación: el fútbol si es por la noche, los toros si es a mediodía y el informativo si es de mañana. Algún banderín habrá seguramente colgado del equipo local (que este año a lo mejor sube a segunda), alguna foto de los integrantes y una vitrina con trofeos de mus y parchís. Mejor no hablo del estado de los aseos, porque siempre es de todo menos bueno. Y luego los clientes, variados según la hora. Por la mañana, los del café rápido y los jubilados que echan la partida. A mediodía, los del pincho y los jubilados que echan la partida. Por la tarde, los del vinillo y los jubilados que echan la partida.
Los bares son uno de los grandes vertebradores del ocio ibérico. Primero, por el lazo que se forma entre el propietario y el cliente, comparable a los tradicionales comercios de barrio. Por otro lado, por la permanencia de las clientelas, que aumentan la confianza dentro de la comunidad. Frente a una sociedad que cada vez se atomiza más y donde cada cual va a lo suyo, un bar suele ser un feudo hereditario donde toda la gleba está bien avenida. Y, por supuesto, eso no excluye que se cambien de uno a otro cuando se hace la ruta del tapeo. Sin rencores, porque cada cual tiene su especialidad; que si la gilda famosa, que si bravas, la gordilla o el bocata de calamares. No hay centros comerciales donde los bares clásicos subsistan si no que es en los callejones más ocultos donde se agazapan. Cuando uno llega a una nueva ciudad o pueblo y encuentra un bar donde está la gente de allí, ya puede estar tranquilo. Es un buen lugar.
Pero llega la vorágine de la crisis, y muchos bares se tambalean al borde de la quiebra. Y mientras que los máximos exponentes de la cultura popular se hunden, las franquicias afilan los dientes para ocupar su lugar, pues aunque queden tocadas, nunca mueren. En la economía de mercado, donde sobreviven los más fuertes, lo tradicional no tiene cabida. Y llegarán las marcas de Starbucks, las tabernas de Pinxos vascos de diseño… Mientras que los mesoneros de antaño se perderán y los camareros ya no se sabrán tu nombre, las bravas serán pre-congeladas y carísimas, el diseño de lo castizo cederá ante las mesas de ikea y los olores del puro y el carajillo serán un recuerdo. Cuando todo lo que quería era sentarme en un incómodo taburete con mis amigos, tras esa plateada y vieja barra gris…
2 comentarios:
Eres genial
Ciudadano mierder.
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